Declaración doctrinal (Lo que enseñamos)
Las santas Escrituras
Enseñamos que la Biblia es la revelación escrita de Dios al hombre, y de esta manera los sesenta y seis libros de la Biblia que nos han sido dados por el Espíritu Santo constituyen la Palabra de Dios plenaria (inspirada en todas sus partes por igual) (1 Corintios 2:7–14; 2 Pedro 1:20–21). Enseñamos que la Palabra de Dios es una revelación objetiva, proposicional (1 Tesalonicenses 2:13; 1 Corintios 2:13), verbalmente
inspirada en cada palabra (2 Timoteo 3:16), absolutamente inerrante en los documentos originales, infalible, y exhalada por Dios. Enseñamos la interpretación literal, gramatico-histórica de la Escritura la cual afirma la creencia de que los capítulos de apertura de Génesis presentan la creación en seis días
literales (Génesis 1:31; Exodo 31:17). Enseñamos que la Biblia constituye el único estándar infalible de fe y práctica (Mateo 5:18; 24:35; Juan 10:35; 16:12–13; 17:17; 1 Corintios 2:13; 2 Timoteo 3:15–17; Hebreos 4:12; 2 Pedro 1:20–21).
Enseñamos que Dios habló en su Palabra escrita mediante un proceso dual de autores. El Espíritu Santo guió de tal manera a los autores humanos que, a través de sus personalidades individuales y diferentes estilos de escritura, compusieron y escribieron la Palabra de Dios para el hombre (2 Pedro 1:20–21) sin
error en el todo o en la parte (Mateo 5:18; 2 Timoteo 3:16).
Enseñamos que, mientras que puede haber varias aplicaciones de algún pasaje en particular de la Escritura, no hay más que una interpretación verdadera. El significado de la Escritura debe ser
encontrado al aplicar de manera diligente el método de interpretación literal gramatico-histórico bajo la iluminación del Espíritu Santo (Juan 7:17; 16:12–15; 1 Corintios 2:7–15; 1 Juan 2:20). La
responsabilidad de los creyentes consiste en estudiar para llegar a la verdadera intención y significado de la Escritura, reconociendo que la aplicación apropiada es obligatoria para todas las generaciones.
Sin embargo, la verdad de la Escritura está en una posición en la que juzga a los hombres; quienes nunca están en una posición de juzgarla.
Dios
Enseñamos que no hay más que un Dios vivo y verdadero (Deuteronomio 6:4; Isaías 45:5–7; 1 Corintios 8:4), un Espíritu infinito, que todo lo sabe (Juan 4:24), perfecto en todos sus atributos, uno en esencia, existiendo eternamente en tres personas—Padre, Hijo, y Espíritu Santo (Mateo 28:19; 2 Corintios 13:14)—mereciendo adoración y obediencia cada uno por igual. Dios el Padre. Enseñamos que Dios el Padre, la primera persona de la Trinidad, ordena y dispone todas las cosas de acuerdo a su propósito y gracia (Salmo 145:8–9; 1 Corintios 8:6). Él es el creador de todas las cosas (Génesis 1:1–31; Efesios 3:9). Como el único gobernante absoluto y omnipotente en el
universo, Él es soberano en la creación, providencia, y redención (Salmo 103:19; Romanos 11:36). Su paternidad involucra tanto su designación dentro de la Trinidad como su relación con la humanidad.
Como el creador, Él es Padre de todos los hombres (Efesios 4:6), pero Él únicamente es el Padre espiritual de los creyentes (Romanos 8:14; 2 Corintios 6:18). Él ha decretado para su propia gloria todas
las cosas que suceden (Efesios 1:11). Él continuamente sostiene, dirije, y gobierna a todas las criaturas y a todos los acontecimientos (1 Crónicas 29:11). En su soberanía Él no es ni el autor ni el que aprueba el pecado (Habacuc 1:13; Juan 8:38–47), ni tampoco anula la responsabilidad de criaturas morales e
inteligentes (1 Pedro 1:17). En su gracia ha escogido desde la eternidad pasada a aquellos a quienes Él ha determinado que sean suyos (Efesios 1:4–6); Él salva del pecado a todos los que vienen a Él por
medio de Jesucristo; Él adopta como suyos a todos aquellos que vienen a Él; y Él se convierte, al adoptarlos, en Padre de los suyos (Juan 1:12; Romanos 8:15; Gálatas 4:5; Hebreos 12:5–9).
Dios el Hijo
Enseñamos que Jesucristo, la segunda persona de la Trinidad, poseé todos los atributos divinos, y en estos es igual a Dios, cosubstancial, y coeterno con el Padre (Juan 10:30; 14:9).
Enseñamos que Dios el Padre creó de acuerdo a su propia voluntad, a través de su Hijo, Jesucristo, por medio de quien todas las cosas continúan existiendo y operando (Juan 1:3; Colosenses 1:15–17;
Hebreos 1:2).
Enseñamos que en la encarnación el Hijo eterno, la segunda persona de la Trinidad, sin alterar su naturaleza divina ni renunciar a ninguno de los atributos divinos, se hizo a sí mismo sin reputación
al tomar una naturaleza humana completa consustancial con la nuestra, pero sin pecado (Filipenses 2:5–8; Hebreos 4:15; 7:26).
Enseñamos que fue concebido por el Espíritu Santo en el vientre de la virgen María (Lucas 1:35) y, por lo tanto, nació de una mujer (Gálatas 4:4–5), de modo que dos naturalezas completas, perfectas
y distintas, la divina y la humana, se unieron en una sola persona, sin confusión, cambio, división o separación. Por lo tanto, es todo Dios y todo hombre, pero un solo Cristo, el único mediador entre Dios y los hombres.
Enseñamos que, en su encarnación, Cristo poseía plenamente su naturaleza, atributos y prerrogativas divinas (Colosenses 2:9; cf. Lucas 5:18–26; Juan 16:30; 20:28). Sin embargo, en el estado de su humillación, no siempre expresó plenamente las glorias de su majestad, ocultándolas tras el velo de su genuina humanidad (Mateo 17:2; Marcos 13:32; Filipenses 2:5–8). Según su naturaleza humana, actúa en sumisión al Padre (Juan 4:34; 5:19; 30; 6:38) por el poder del Espíritu Santo (Isaías 42:1; Mateo 12:28;
Lucas 4:1, 14), mientras que, según su naturaleza divina, actúa por su autoridad y poder como Hijo eterno (Juan 1:14; 2:11; 10:37-38; 14:10–11).
Enseñamos que nuestro Señor Jesucristo llevó a cabo nuestra redención por medio del derramamiento de su sangre y de su muerte sacrificial en la cruz y que su muerte fue voluntaria, vicaria, sustitucionaria, propiciatoria, y redentora (Juan 10:15; Romanos 3:24–25; 5:8; 1 Pedro 2:24).
Enseñamos que debido a que la muerte de nuestro Señor Jesucristo fue eficaz, el pecador que cree es liberado del castigo, la paga, el poder, y un día de la presencia misma del pecado; y que él es declarado
justo, se le otorga vida eterna, y es adoptado en la familia de Dios (Romanos 3:25; 5:8–9; 2 Corintios 5:14–15; 1 Pedro 2:24; 3:18).
Enseñamos que nuestra justificación es asegurada por su resurrección literal, física de los muertos y que Él ahora, después de haber ascendido, está a la diestra del Padre, en donde ahora Él es nuestro mediador como abogado y sumo sacerdote (Mateo 28:6; Lucas 24:38–39; Hechos 2:30–31; Romanos 4:25, 8:34; Hebreos 7:25, 9:24; 1 Juan 2:1).
Enseñamos que en la resurrección de Jesucristo de la tumba, Dios confirmó la deidad de su hijo y demostró que Dios ha aceptado la obra expiatora de Cristo en la cruz. La resurrección corporal de Jesús
también es la garantía de una vida de resurrección futura para todos los creyentes (Juan 5:26–29; 14:19;
Romanos 1:4; 4:25; 6:5–10; 1 Corintios 15:20–23).
Enseñamos que Jesucristo regresará para recibir a la Iglesia, la cual es su cuerpo, en el rapto, y al regresar con su Iglesia en gloria, establecerá su reino milenial en la tierra (Hechos 1:9–11; 1 Tesalonicenses 4:13–18; Apocalipsis 20).
Enseñamos que el Señor Jesucristo es aquel a través de quien Dios juzgará a toda la humanidad (Juan 5:22–23):
• Creyentes (1 Corintios 3:10–15; 2 Corintios 5:10)
• Habitantes de la tierra que estén vivos cuando Él regrese en gloria (Mateo 25:31–46)
• Muertos incrédulos en el gran trono blanco (Apocalipsis 20:11–15)
Como el mediador entre Dios y el hombre (1 Timoteo 2:5), la cabeza de su cuerpo que es la Iglesia (Efesios 1:22; 5:23; Colosenses 1:18), y el rey universal venidero, quien reinará en el trono de David (Isaías 9:6; Lucas 1:31–33), Él es el juez que tiene la última palabra de todos aquellos que no confían en Él como Señor y Salvador (Mateo 25:14–46; Hechos 17:30–31).
Dios el Espíritu Santo
Enseñamos que el Espíritu Santo es una persona divina, eterna, no derivada,
que posee todos los atributos de personalidad y deidad incluyendo intelecto (1 Corintios 2:10–13),
emociones (Efesios 4:30), voluntad (1 Corintios 12:11, eternalidad (Hebreos 9:14), omnipresencia (Salmo 139:7–10), omnisciencia (Isaías 40:13–14), omnipotencia (Romanos 15:13), y veracidad (Juan 16:13).
En todos los atributos divinos y en sustancia, Él es igual al Padre y al Hijo (Mateo 28:19; Hechos 5:3–4; 28:25–26; 1 Corintios 12:4–6; 2 Corintios 13:14; y Jeremías 31:31–34 con Hebreos 10:15–17).
Enseñamos que el Espíritu Santo ejecuta la voluntad divina en relación a toda la humanidad.
Reconocemos su actividad soberana en la creación (Génesis 1:2), la encarnación (Mateo 1:18), la revelación escrita (2 Pedro 1:20–21) y la obra de salvación (Juan 3:5–7).
Enseñamos que la obra del Espíritu Santo en esta época comenzó en Pentecostés cuando Él descendió del Padre como fue prometido por Cristo (Juan 14:16–17; 15:26) para iniciar y completar la edificación del Cuerpo de Cristo, el cual es su Iglesia (1 Corintios 12:13). El amplio espectro de su actividad divina
incluye convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio; glorificando al Señor Jesucristo y transformando a los creyentes a la imagen de Cristo (Juan 16:7–9; Hechos 1:5; 2:4; Romanos 8:9;
2 Corintios 3:18; Efesios 2:22).
Enseñamos que el Espíritu Santo es el agente sobrenatural y soberano en la regeneración, bautizando a todos los creyentes en el Cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:13). El Espíritu Santo también mora en ellos, los santifica, los instruye, los capacita para el servicio y los sella hasta el día de la redención (Romanos 8:9; 2 Corintios 3:6; Efesios 1:13).
Enseñamos que el Espíritu Santo es el maestro divino, quien guió a los apóstoles y profetas en toda la verdad conforme ellos se entregaban a escribir la revelación de Dios, la Biblia. Todo creyente poseé la
presencia del Espíritu Santo quien mora en Él, desde el momento de la salvación, y el deber de todos aquellos que han nacido del Espíritu consiste en ser llenos del (controlados por) Espíritu (Juan 16:13;
Romanos 8:9; Efesios 5:18; 2 Pedro 1:19–21; 1 Juan 2:20,27).
Enseñamos que el Espíritu Santo administra dones espirituales a la Iglesia. El Espíritu Santo no se glorifica a sí mismo ni a sus dones por medio de muestras ostentosas, sino que glorifica a Cristo al
implementar su obra de redención de los perdidos y edificación de los creyentes en la santísima fe (Juan 16:13–14; Hechos 1:8; 1 Corintios 12:4–11; 2 Corintios 3:18).
Enseñamos, con respecto a esto, que Dios el Espíritu Santo es soberano en otorgar todos sus dones para el perfeccionamiento de los santos en el día de hoy y que hablar en lenguas y la operación de los milagros de señales en los primeros días de la Iglesia, fueron con el propósito de apuntar hacia y certificar a los apóstoles como reveladores de verdad divina, y su propósito nunca fue el de ser
característicos de las vidas de creyentes (1 Corintios 12:4–11; 13:8–10; 2 Corintios 12:12; Efesios 4: 7–12; Hebreos 2:1–4).
El Hombre
Enseñamos que el hombre fue directa e inmediatamente creado por Dios a su imagen y semejanza. El hombre fue creado libre de pecado con una naturaleza racional, con inteligencia, voluntad,
determinación personal y responsabilidad moral para con Dios (Génesis 2:7, 15–25; Santiago 3:9).
Enseñamos que la intención de Dios en la creación del hombre fue que el hombre glorificara a Dios, disfrutara de la comunión con Dios, viviera su vida en la voluntad de Dios, y de esta manera cumpliera el propósito de Dios para el hombre en el mundo (Isaías 43:7; Colosenses 1:16; Apocalipsis 4:11).
Enseñamos que en el pecado de desobediencia de Adán a la voluntad revelada de Dios y a la Palabra de Dios, el hombre perdió su inocencia, incurrió en la pena de muerte espiritual y física; se volvió sujeto a la ira de Dios; y se volvió inherentemente corrupto y totalmente incapaz de escoger o hacer aquello que es aceptable a Dios fuera de la gracia divina. Sin poder alguno para tener la capacidad en sí mismo de restauración, el hombre está perdido sin esperanza alguna. Por lo tanto, la salvación es en su totalidad la obra de la gracia de Dios por medio de la obra redentora de nuestro Señor Jesucristo (Génesis 2:16–17; 3:1–19; Juan 3:36; Romanos 3:23; 6:23; 1 Corintios 2:14; Efesios 2:1–3; 1 Timoteo 2:13–14; 1 Juan 1:8).
Enseñamos que debido a que todos los hombres de todas las épocas de la historia estaban en Adán, se les ha transmitido una naturaleza corrompida por el pecado de Adán, siendo Jesucristo la única excepción. Por lo tanto todos los hombres son pecadores por naturaleza, por decisión personal y por declaración divina (Salmo 14:1–3; Jeremías 17:9; Romanos 3:9–18, 23; 5:10–12).
La Salvación
Enseñamos que la salvación es totalmente de Dios por gracia basada en la redención de Jesucristo, el mérito de su sangre derramada, y que no está basada en méritos humanos u obras (Juan 1:12; Efesios 1:7; 2:8–10; 1 Pedro 1:18–19).
Regeneración
Enseñamos que la regeneración es una obra sobrenatural del Espíritu Santo mediante la cual la naturaleza divina y la vida divina son dadas (Juan 3:3–7; Tito 3:5). Es instantanea y llevada a cabo únicamente por el poder del Espíritu Santo a través de la Palabra de Dios (Juan 5:24), cuando el pecador en arrepentimiento, al ser capacitado por el Espíritu Santo, responde en fe a la provisión divina de la salvación. La regeneración genuina es manifestada en frutos dignos de arrepentimiento que se
demuestran en actitudes y conducta justas. Las buenas obras serán su evidencia apropiada y fruto (1 Corintios 6:19–20; Efesios 2:10), y serán experimentadas hasta el punto en el que el creyente se somete al control del Espíritu Santo en su vida a través de la obediencia fiel a la Palabra de Dios (Efesios 5:17–21; Filipenses 2:12b; Colosenses 3:16; 2 Pedro 1:4–10). Esta obediencia hace que el creyente sea
conformado más y más a la imagen de nuestro Señor Jesucristo (2 Corintios 3:18).
Tal conformidad llega a su clímax en la glorificación del creyente en la venida de Cristo (Romanos 8:17; 2 Pedro 1:4; 1 Juan 3:2–3).
Elección
Enseñamos que la elección es el acto de Dios mediante el cual, antes de la fundación del mundo, El escogió en Cristo a aquellos a quienes Él en su gracia regenera, salva, y santifica (Romanos 8:28–30; Efesios 1:4–11; 2 Tesalonicenses 2:13; 2 Timoteo 2:10; 1 Pedro 1:1–2).
Enseñamos que la elección soberana no contradice o niega la responsabilidad del hombre de arrepentirse y confiar en Cristo como Salvador y Señor (Ezequiel 18:23, 32; 33:11; Juan 3:18–19, 36;
5:40; Romanos 9:22–23; 2 Tesalonicenses 2:10–12; Apocalipsis 22:17). No obstante, debido a que la gracia soberana incluye tanto el medio para recibir la dádiva de salvación como también la dádiva
misma, la elección soberana resultará en lo que Dios determina. Todos aquellos a quienes el Padre llama a sí mismo vendrán en fe y todos los que vienen en fe, el Padre los recibirá (Juan 6:37–40, 44; Hechos 13:48; Santiago 4:8).
Enseñamos que el favor inmerecido de Dios que otorga a pecadores totalmente depravados no está relacionado con ninguna iniciativa de su parte ni a que Dios sepa lo que puedan hacer de su propia voluntad, sino que es absolutamente a partir de su gracia soberana y misericordia, sin relación alguna a cualquier otra cosa fuera de Él (Efesios 1:4–7; Tito 3:4–7; 1 Pedro 1:2).
Enseñamos que la elección no debe ser vista como si estuviera basada meramente en la soberanía abstracta. Dios es verdaderamente soberano, pero Él ejercita esta soberanía en armonía con sus
otros atributos, especialmente su omnisciencia, justicia, santidad, sabiduría, gracia, y amor (Romanos 9:11–16). Esta soberanía siempre exaltará la voluntad de Dios de una manera que es totalmente
consistente con su persona como se revela en la vida de nuestro Señor Jesucristo (Mateo 11:25–28; 2 Timoteo 1:9).
Justificación
Enseñamos que la justificación delante de Dios es un acto de Dios (Romanos 8:33) por medio del cual Él declara justos a aquellos a quienes, a través de la fe en Cristo, se arrepienten de sus pecados (Lucas 13:3; Hechos 2:38; 3:19; 11:18; Romanos 2:4; 2 Corintios 7:10; Isaías 55:6–7) y lo confiesan como Señor soberano (Romanos 10:9–10; 1 Corintios 12:3; 2 Corintios 4:5; Filipenses 2:11). Esta justicia es independiente de cualquier virtud u obra del hombre (Romanos 3:20; 4:6), e involucra la imputación de nuestros pecados a Cristo (Colosenses 2:14; 1 Pedro 2:24) y la imputación de la justicia de Cristo a
nosotros (1 Corintios 1:30; 2 Corintios 5:21). Por medio de esto Dios puede ser “el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:26).
Santificación
Enseñamos que todo creyente es santificado (apartado) para Dios por medio de la justificación y por lo tanto declarado santo e identificado como un santo. Esta santificación es posicional e instantanea y no debe ser confundida con la santificación progresiva. Esta santificación tiene que ver con la posición del creyente, no con su vida práctica actual o condición (Hechos 20:32;
1 Corintios 1:2, 30; 6:11; 2 Tesalonicenses 2:13; Hebreos 2:11; 3:1; 10:10, 14; 13:12; 1 Pedro 1:2).
Enseñamos que por la obra del Espíritu Santo también hay una santificación progresiva mediante la cual el estado del creyente es traído a un punto más cercano a la posición que disfruta por medio de
la justificación. A través de la obediencia a la Palabra de Dios y la capacidad dada por el Espíritu Santo, el creyente es capaz de vivir una vida de mayor santidad en conformidad a la voluntad de Dios,
volviéndose más y más como nuestro Señor Jesucristo (Juan 17:17, 19; Romanos 6:1–22; 2 Corintios 3:18; 1 Tesalonicenses 4:3–4; 5:23).
Con respecto a esto, enseñamos que toda persona salva está involucrada en un conflicto diario—la nueva naturaleza en Cristo batallando en contra de la carne—pero hay provisión adecuada para la
victoria por medio del poder del Espíritu Santo quien mora en el creyente. No obstante la batalla permanece en el creyente a lo largo de esta vida terrenal y nunca termina por completo. Toda
afirmación de que un creyente puede erradicar el pecado en su vida en esta vida, no es bíblica. La erradicación del pecado no es posible, pero el Espíritu Santo provee lo necesario para la victoria sobre el pecado (Gálatas 5:16–25; Efesios 4:22–24; Filipenses 3:12; Colosenses 3:9–10; 1 Pedro 1:14–16; 1 Juan 3:5–9).
Seguridad
Enseñamos que todos los redimidos, una vez que han sido salvos, son guardados por el poder de Dios y de esta manera están seguros en Cristo para siempre (Juan 5:24; 6:37–40; 10:27–30;
Romanos 5:9–10; 8:1, 31–39; 1 Corintios 1:4–8; Efesios 4:30; Hebreos 7:25; 13:5; 1 Pedro 1:5; Judas 24).
Enseñamos que el privilegio de los creyentes es regocijarse en la certidumbre de su salvación por medio
del testimonio de la Palabra de Dios, el cual, no obstante, claramente nos prohibe el uso de la libertad cristiana como una ocasión para vivir en pecado y carnalidad (Romanos 6:15–22; Gálatas 5:13, 25–26;
Tito 2:11–14).
Separación
Enseñamos que a lo largo del Antiguo y Nuevo Testamento claramente se llama a la separación del pecado, y que las Escrituras claramente indican que en los últimos días la apostasía y la mundanalidad se incrementarán (2 Corintios 6:14–7:1; 2 Timoteo 3:1–5; 1 Timoteo 4:1–3).
Enseñamos que a partir de una profunda gratitud por la gracia inmerecida de Dios que se nos ha sido otorgada y debido a que nuestro Dios glorioso es tan digno de nuestra consagración total, todos los
salvos deben de vivir de tal manera que demostremos nuestro amor reverente a Dios y de esta manera no traer deshonra a nuestro Señor y Salvador. También enseñamos que Dios nos manda a que nos
separemos de toda apostasía religiosa, prácticas mundanas y pecaminosas (Romanos 12:1–2; 1 Corintios 5:9–13; 2 Corintios 6:14–7:1; 1 Juan 2:15–17; 2 Juan 9–11).
Enseñamos que los creyentes deben de estar separados para nuestro Señor Jesucristo (2 Tesalonicenses 1:11–12; Hebreos 12:1–2) y afirmar que la vida cristiana es una vida de justicia obediente que refleja la enseñanza de las Bienaventuranzas (Mateo 5:2–12), asi como una búsqueda continua de santidad
(Romanos 12:1–2; 2 Corintios 7:1; Hebreos 12:14; Tito 2:11–14; 1 Juan 3:1–10).
La Iglesia
Enseñamos que todos los que confían en Jesucristo son inmediatamente colocados por el Espíritu Santo en un cuerpo espiritual unido, la Iglesia (1 Corintios 12:12–13), la novia de Cristo (2 Corintios
11:2; Efesios 5:23–32; Apocalipsis 19:7–8), de la cual Cristo es la cabeza (Efesios 1:22; 4:15; Colosenses 1:18).
Enseñamos que la formación de la iglesia, el Cuerpo de Cristo, comenzó en el día de Pentecostés (Hechos 2:1–21, 38–47) y será completada cuando Cristo venga a por los suyos en el rapto (1 Corintios 15:51–52; 1 Tesalonicenses 4:13–18).
Enseñamos que la Iglesia es un organismo espiritual único diseñado por Cristo, constituido por todos los creyentes que han nacido de nuevo en la época actual (Efesios 2:11–3:6). La Iglesia es distinta a
Israel (1 Corintios 10:32), un misterio no revelado hasta esta época (Efesios 3:1–6; 5:32).
Enseñamos que el establecimiento y la continuidad de las iglesias locales está claramente enseñado y definido en las Escrituras del Nuevo Testamento (Hechos 14:23, 27; 20:17, 28; Gálatas 1:2; Filipenses 1:1; 1 Tesalonicenses 1:1; 2 Tesalonicenses 1:1) y que a los miembros del único cuerpo espiritual se les indica que se asocien en asambleas locales (1 Corintios 11:18–20; Hebreos 10:25).
Enseñamos que la autoridad suprema de la Iglesia es Cristo (1 Corintios 11:3; Efesios 1:22; Colosenses 1:18) y que el liderazgo, dones, orden, disciplina, y adoración son determinados por medio de su soberanía como se encuentra en las Escrituras. Las personas bíblicamente designadas sirviendo a Cristo a cargo de la asamblea son los ancianos (también llamados obispos, pastores, y pastores-maestros; Hechos 20:28; Efesios 4:11) y diáconos. Tanto ancianos como diáconos deben de cumplir con los requisitos bíblicos (1 Timoteo 3:1–13; Tito 1:5–9; 1 Pedro 5:1–5).
Enseñamos que estos líderes guían o gobiernan como siervos de Cristo (1 Timoteo 5:17–22) y tienen Su autoridad al dirigir la Iglesia. La congregación debe someterse a su liderazgo (Hebreos 13:7, 17).
Enseñamos la importancia del discipulado (Mateo 28:19–20; 2 Timoteo 2:2), responsabilidad mutua de todos los creyentes los unos a los otros (Mateo 18:5–14), como también la necesidad de disciplina de miembros de la congregación que están en pecado de acuerdo con los estándares de la Escritura (Mateo
18:15–22; Hechos 5:–11; 1 Corintios 5:1–13; 2 Tesalonicenses 3:6–15; 1 Timoteo 1:19–20; Tito 1:10–16).
Enseñamos la autonomía de la iglesia local, la cual es libre de cualquier autoridad externa o control, con el derecho de gobernarse a sí misma y libre de interferencias de cualquier jerarquía de individuos u organizaciones (Tito 1:5). Enseñamos que es bíblico que las iglesias verdaderas cooperen entre ellas
para la presentación y propagación de la fe. No obstante, cada iglesia local, a través de sus ancianos y su interpretación y aplicación de la Escritura, debe ser el único juez de la medida y método de su
cooperación. Los ancianos deben determinar todos los demás asuntos de membresía, políticas, disciplina, benevolencia, como también gobierno (Hechos 15:19–31; 20–28; 1 Corintios 5:4–7; 13:1; 1 Pedro 5:1–4).
Enseñamos que el propósito de la Iglesia es glorificar a Dios (Efesios 3:21) al edificarse a sí misma en la fe (Efesios 4:13–16), al ser instruida en la Palabra (2 Timoteo 2:2, 15; 3:16–17), al tener comunión (Hechos 2:47; 1 Juan 1:3), al guardar las ordenanzas (Lucas 22:19; Hechos 2:38–42) y al extender y
comunicar el evangelio al mundo entero (Mateo 28:19; Hechos 1:8; 2:42).
Enseñamos el llamado de todos los santos a la obra del servicio (1 Corintios 15:58; Efesios 4:12; Apocalipsis 22:12).
Enseñamos la necesidad de que la Iglesia coopere con Dios conforme Él lleva a cabo sus propósitos en el mundo. Para ese fin, Él da a la Iglesia dones espirituales. En primer lugar, Él da hombres escogidos
con el propósito de equipar a los santos para la obra del ministerio (Efesios 4:7–12), y Él también da capacidades únicas y especiales a cada miembro del Cuerpo de Cristo (Romanos 12:5–8; 1 Corintios
12:4–31; 1 Pedro 4:10–11).
Enseñamos que hubo dos clases de dones que se dieron en la iglesia primitiva: dones milagrosos de revelación divina y sanidad, dados temporalmente en la era apostólica con el propósito de confirmar la autenticidad del mensaje de los apóstoles (Hebreos 2:3–4; 2 Corintios 12:12); y dones de ministerio, dados para equipar a los creyentes para edificarse los unos a los otros. Con la revelación del Nuevo
Testamento ya terminada, la Escritura se vuelve la única prueba de autenticidad del mensaje de un hombre, y los dones de confirmación de naturaleza milagrosa ya no son necesarios para certificar a un
hombre o a su mensaje (1 Corintios 13:8–12). Los dones milagrosos pueden llegar a ser falsificados por Satanás al punto de engañar aún a creyentes (1 Corintios 13:13–14:12; Apocalipsis 13:13–14). Los únicos dones en operación en el día de hoy son aquellos dones no revelatorios para equipar y edificar (Romanos 12:6–8).
Enseñamos que nadie posee el don de sanidad en el día de hoy, pero que Dios oye y responde a la oración de fe, y responderá de acuerdo a su propia voluntad perfecta, por los enfermos, los que están sufriendo, y que están afligidos (Lucas 18:1–6; Juan 5:7–9; 2 Corintios 12:6–10; Santiago 5:13–16; 1 Juan
5:14–15).
Enseñamos que a la iglesia local se le han dado dos ordenanzas: El bautismo y la mesa del Señor (Hechos 2:38–42). El bautismo cristiano por inmersión (Hechos 8:36–39) es el testimonio solemne y
hermoso de un creyente mostrando su fe en el Salvador crucificado, sepultado, y resucitado, y su unión con Él en su muerte al pecado y resurrección a una nueva vida (Romanos 6:1–11). También es una señal
de comunión e identificación con el Cuerpo visible de Cristo (Hechos 2:41–42).
Enseñamos que la mesa del Señor es la conmemoración y proclamación de su muerte hasta que Él venga, y siempre debe ser precedida por una solemne evaluación personal (1 Corintios 11:28–32).
También enseñamos que mientras que los elementos de la Comunión unicamente representan la carne y la sangre de Cristo, la mesa del Señor es de hecho una comunión con el Cristo resucitado quien está presente de una manera única en cada creyente, teniendo comunión con su pueblo (1 Corintios 10:16).
Ángeles
Ángeles santos
Enseñamos que los ángeles son seres creados y por lo tanto no deben ser adorados.
Aunque son un orden más alto de creación que el hombre, han sido creados para servir a Dios y para adorarlo (Lucas 2:9–14; Hebreos 1:6–7, 14; 2:6–7; Apocalipsis 5:11–14; 19:10; 22:9).
Ángeles caídos
Enseñamos que Satanás es un angel creado y el autor del pecado. El incurrió en el juicio de Dios al rebelarse en contra de su creador (Isaías 14:12–17; Ezequiel 28:11–19), al llevar a varios ángeles con él en su caída (Mateo 25:41; Apocalipsis 12:1–14), y al introducir el pecado en la raza humana por su tentación a Eva (Génesis 3:1–15).
Enseñamos que Satanás es el enemigo abierto y declarado de Dios y el hombre (Isaías 14:13–14; Mateo 4:1–11; Apocalipsis 12:9–10), el príncipe de este mundo, quien ha sido derrotado a través de la muerte y resurrección de Jesucristo (Romanos 16:20); y que será eternamente castigado en el lago de fuego (Isaías 14:12–17; Ezequiel 28:11–19; Mateo 25:41; Apocalipsis 20:10).
Las ultimas cosas (Escatologia)
Muerte
Enseñamos que la muerte física no involucra la pérdida de nuestra consciencia inmaterial (Apocalipsis 6:9–11), que el alma de los redimidos pasa inmediatamente a la presencia de Cristo
(Lucas 23:43; Filipenses 1:23; 2 Corintios 5:8), que hay una separación entre el alma y el cuerpo (Filipenses 1:21–24), y que, para los redimidos, tal separación continuará hasta el rapto (1 Tesalonicenses 4:13–17), el cual inicia la primera resurrección (Apocalipsis 20:4–6), cuando nuestra alma y cuerpo se volverán a unir y serán glorificados para siempre con nuestro Señor (Filipenses 3:21; 1 Corintios 15:35–44, 50–54). Hasta ese momento, las almas de los redimidos en Cristo permanecerán en comunión gozosa con nuestro Señor Jesucristo (2 Corintios 5:8).
Enseñamos la resurrección corporal de todos los hombres, los salvos a vida eterna (Juan 6:39; Romanos 8:10–11, 19–23; 2 Corintios 4:14), y los inconversos a juicio y castigo eterno (Daniel 12:2; Juan 5:29;
Apocalipsis 20:13–15).
Enseñamos que las almas de los que no son salvos en la muerte son guardadas bajo castigo hasta la segunda resurrección (Lucas 16:19–26; Apocalipsis 20:13–15), cuando el alma y el cuerpo de resurrección serán unidos (Juan 5:28–29). Entonces ellos aparecerán en el juicio del gran trono blanco (Apocalipsis 20:11–15) y serán arrojados al infierno, al lago de fuego (Mateo 25:41–46), separados de la
vida de Dios para siempre (Daniel 12:2; Mateo 25:41–46; 2 Tesalonicenses 1:7–9).
El rapto de la Iglesia
Enseñamos el regreso personal, corporal de nuestro Señor Jesucristo antes
de la tribulación de siete años (1 Tesalonicenses 4:16; Tito 2:13) para sacar a su Iglesia de esta tierra (Juan 14:1–3; 1 Corintios 15:51–53; 1 Tesalonicenses 4:15–5:11) y, entre este acontecimiento y su regreso glorioso con sus santos, para recompensar a los creyentes de acuerdo a sus obras (1 Corintios 3:11–15;
2 Corintios 5:10).
El periodo de tribulación
Enseñamos que inmediatamente después de sacar a la Iglesia de la tierra (Juan 14:1–3; 1 Tesalonicenses 4:13–18) los justos juicios de Dios serán derramados sobre el mundo incrédulo (Jeremías 30:7; Daniel 9:27; 12:1; 2 Tesalonicenses 2:7–12; Apocalipsis 16), y que estos juicios llegarán a su clímax para el tiempo del regreso de Cristo en gloria a la tierra (Mateo 24:27–31; 25:31–46; 2 Tesalonicenses 2:7–12). En ese momento los santos del Antiguo Testamento y de la
tribulación serán resucitados y los vivos serán juzgados (Daniel 12:2–3; Apocalipsis 20:4–6). Este periodo
incluye la semana setenta de la profecía de Daniel (Daniel 9:24–27; Mateo 24:15–31; 25:31–46).
La segunda venida y el reino milenial
Enseñamos que después del periodo de tribulación, Cristo vendrá a la tierra a ocupar el trono de David (Mateo 25:31; Lucas 1:31–33; Hechos 1:10–11; 2:29–30) y establecerá su reino mesiánico por mil años sobre la tierra (Apocalipsis 20:1–7). Durante este tiempo los santos resucitados reinarán con Él sobre Israel y todas las naciones de la tierra (Ezequiel 37:21–28; Daniel 7:17–22; Apocalipsis 19:11–16). Este reinado será precedido por el derrocamiento del Anticristo
y el Falso Profeta, y la deposición de Satanás del mundo (Daniel 7:17–27; Apocalipsis 20:1–7).
Enseñamos que el reino mismo va a ser el cumplimiento de la promesa de Dios a Israel (Isaías 65: 17–25; Ezequiel 37: 21–28; Zacarías 8:1–17) de restaurarlos a la tierra que ellos perdieron por su
desobediencia (Deuteronomio 28:15–68). El resultado de su desobediencia fue que Israel fue temporalmente hecho a un lado (Mateo 21:43; Romanos 11:1–26) pero volverá a ser despertado a través
del arrepentimiento para entrar en la tierra de bendición (Jermías 31:31–34; Ezequiel 36:22–32; Romanos 11:25–29).
Enseñamos que este tiempo del reinado de nuestro Señor estará caracterizado por armonía, justicia, paz, rectitud, y larga vida (Isaías 11; 65:17–25; Ezequiel 36:33–38), y llegará a un fin con la liberación de
Satanás (Apocalipsis 20:7).
El juicio de los perdidos
Enseñamos que después de que Satanás sea soltado después del reinado de Cristo por mil años (Apocalipsis 20:7), Satanás engañará a las naciones de la tierra y las reunirá para combatir a los santos y a la ciudad amada, y en ese momento Satanás y su armada serán devorados por el fuego del cielo (Apocalipsis 20:9). Después de esto, Satanás será arrojado al lago de fuego y azufre (Mateo 25:41; Apocalipsis 20:10) y entonces Cristo, quien es el juez de todos los hombres (Juan 5:22), resucitará y juzgará a los grandes y pequeños en el juicio del gran trono blanco.
Enseñamos que esta resurrección de los muertos no salvos a juicio será una resurrección física, y después de recibir su juicio (Romanos 14:10–13), serán entregados a un castigo eterno consciente en el lago de fuego (Mateo 25:41; Apocalipsis 20:11–15).
Eternidad
Enseñamos que después de la conclusión del milenio, la libertad temporal de Satanás, y el juicio de los incrédulos (2 Tesalonicenses 1:9; Apocalipsis 20:7–15), los salvos entrarán al estado eterno de gloria con Dios, después del cual los elementos de esta tierra se disolverán (2 Pedro 3:10) y serán reemplazados con una tierra nueva en donde sólo mora la justicia (Efesios 5:5; Apocalipsis 20:15; 21–22). Después de esto, la ciudad celestial descenderá del cielo (Apocalipsis 21:2) y será el lugar en el que moren los santos, en donde disfrutarán de la comunión con Dios y de la comunión mutua para
siempre (Juan 17:3; Apocalipsis 21–22). Nuestro Señor Jesucristo, habiendo cumplido su misión redentora, entonces entregará el reino a Dios el Padre (1 Corintios 15:24–28) para que en todas las
esferas el Dios trino reine para siempre (1 Corintios 15:28).
Lo que quiere decir ser cristiano
Ser cristiano es más que identificarse con una religión en particular o afirmar cierto sistema de valores.
Ser cristiano quiere decir que está comprometido con lo que la Biblia dice acerca de Dios, la humanidad, y la salvación. Considere las siguientes verdades halladas en la Escritura:
Dios es el creador soberano
El pensamiento contemporáneo dice que el hombre es el producto de la evolución. Pero la Biblia dice que fuimos creados por un Dios personal para amarlo, servirlo y
disfrutar una comunión eterna con Él. El Nuevo Testamento revela que Jesús mismo fue quien creó todo (Juan 1:3; Colosenses 1:16). Por lo tanto, Él también es dueño y tiene autoridad sobre todo (Salmo 103:19). Eso quiere decir que tiene autoridad sobre nuestras vidas y le debemos devoción absoluta, obediencia, y adoración.
Dios es santo
Dios es absoluta y perfectamente santo (Isaías 6:3), por lo tanto, Él no puede cometer o aprobar el mal (Santiago 1:13). Dios también requiere santidad de nosotros. Primera de Pedro 1:16 dice, “Sed santos, porque yo soy santo.”
La humanidad es pecaminosa
De acuerdo a la Escritura, todo ser humano es culpable de pecado:
“No hay hombre que no peque” (1 Reyes 8:46). Eso no quiere decir que somos incapaces de llevar a cabo actos de bondad humana. Pero somos absolutamente incapaces de entender, amar, o agradar a Dios por nosotros mismos (Romanos 3:10–12).
El pecado demanda un castigo
La santidad y justicia de Dios demandan que todo pecado se castigue con la muerte: “El alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4). Esa es la razón por la que
cambiar únicamente nuestros patrones de conducta, no puede resolver nuestro problema de pecado ó eliminar sus consecuencias.
Jesús es Señor y Salvador
El Nuevo Testamento revela que Jesús mismo fue quien creó todo
(Colosenses 1:16). Por lo tanto, Él también es dueño y tiene autoridad sobre todo (Salmo 103:19). Eso quiere decir que tiene autoridad sobre nuestras vidas y le debemos devoción absoluta, obediencia, y
adoración. Romanos 10:9 dice, “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo.” Aúnque la justicia de Dios demanda la muerte por el pecado, su amor ha provisto un Salvador, quien pagó el precio y murió por los pecadores: “…Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). La muerte de Cristo cumplió el requisito que la justicia de Dios demanda y de esta manera, hizo posible que Dios perdonara y salvara a aquellos que creen en Él (Romanos 3:26).
La naturaleza de la fe salvadora
La verdadera fe siempre está acompañada de arrepentimiento del pecado. El arrepentimiento es más que simplemente sentirnos mal por el pecado. Es estar de
acuerdo con Dios en que eres pecador, confesar tus pecados a Él, y tomar una decisión consciente de dejar el pecado (Lucas 13:3,5) y seguir a Cristo (Mateo 11:28–30; Juan 17:3) y la obediencia a Él (1 Juan 2:3). No es suficiente creer ciertos hechos de Cristo. Hasta Satanás y sus demonios creen en el Dios verdadero (Santiago 2:19), pero no lo aman ni lo obedecen. La verdadera fe salvadora siempre responde en obediencia (Efesios 2:10).
Servicio General:
Domingo 3:30 p.m.
Estudio Biblico:
Jueves 6:30 p.m.